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Foto del escritorPepe Bigotes, un conejo en Villa Crespo

SIEMPRE ESTUVIMOS EN CUARENTENA

Actualizado: 21 abr 2021



Una cama de pastrón, eso necesito. Con almohadas de pepino agridulce, y sábanas de pletzalej. Me unto en mostaza y al sobre. Qué mejor que dormir sabiendo que uno es una delicia.

El otro día me pareció ver a Sarah Connor comprando knishes en la panadería grande de Corrientes; también llevaba boios, se ve que sabe lo que es compartir un bunker, si no tenés una mínima variedad de calentitos te volvés completamente loco.

Interpreto estas dos cosas –cama de pastrón, Sarah Connor comprando knishes– como claras señales de un inminente apocalipsis. No estuve siguiendo las noticias, la verdad, así que no sé muy bien cómo nos fue al final con la pandemia. ¿Ganamos, perdimos? ¿Igual nos divertimos? No me llegó carta documento del fin de la civilización; asumo que seguimos.

¿Existen las señales claras del fin del mundo, o son estas por algún motivo siempre difusas?

En algún lado leí la historia de un señor que compra una bola de cristal, y quien se la vende le advierte que nunca la deje destapada, sin atención. “Claro, porque uno nunca sabe quién está mirando del otro lado, ¿verdad?”, pregunta el hombre. “No, porque si el sol le pega en un ángulo raro te puede incendiar la casa”, responde la vendedora.

Y esta es mi anécdota favorita de todo el mundo; la amo porque relata algo que me parece increíble, que es que siempre parece que el peligro va a provenir de una fuente misteriosa, cuando en verdad vivimos en un mundo en el que a cada paso nos amenazan las catástrofes más ridículas.

Es un milagro que estemos vivos. Y ese milagro depende no sólo de la suerte, sino también de la red de personas que tenemos alrededor que nos cuidan. Como el vendedor de bolas de cristal. Quizás su negocio se base en explotar el pensamiento mágico de la gente, pero no te va a dejar sin un consejo puramente empírico basado en la física de las esferas.

No sé. No entiendo si la cama de pastrón debería encargarla en una fiambrería o en una maderera. Quizás sea una obra que reclama interdisciplina. Quizás debería empezar por las almohadas de pepino, o por comerme un pletzalej.

Siempre me pareció que Villa Crespo es el mejor barrio del mundo para sobrevivir un apocalipsis zombi, y no lo digo sólo por el alto índice de negocios expendedores de carnes encurtidas, ni porque hay más verdulerías que semáforos, ni tampoco porque en la Galecor conseguís desde un disco de vinilo hasta un enterito de latex a estrenar.

La verdad es que no sé por qué lo digo; recién estaba repasando motivos y ninguno tenía ni una pisca de lógica, no les voy a mentir. 

Tal vez sea porque en Warnes las calles cambian de nombre y los zombis se despistan. O por la sensación de que Juan B. Justo traza una línea fácil de amurallar, si es que la invasión zombi viene por el lado del cementerio de la Chacarita. Habría que amurallar también Córdoba y Ángel Gallardo, para cubrir los zombis de alta alcurnia que podrían venir de la mano del Recoleta. Y hay que darle cuerda al Cid Campeador, que encarne el heroísmo, o lo que sea que encarne, y que nos cuide la espalda por si ataca Ramos Mejía.

Sería importante vigilar que no cierre sus puertas el bar San Bernardo, además de porque es un emblema del barrio, porque ahí podríamos –en caso de emergencia- congregarnos para resistir en última instancia, dado que adentro de ese bar hay de todo: entretenimiento, gastronomía, flora y fauna local. Sólo el aroma a campeonato de ping-pong mantendría a los reanimados a raya.

En fin, me queda en este comienzo de primavera la sensación mixta de que habría que cavar un hoyo en la tierra y empezar a plantar tubérculos con baño en suite, y que también ya podríamos ir practicando el nudismo indiscriminado, pero con barbijos. 

No sé si tuve, tengo, o tendré coronavirus, pero lo cierto es que ando con bastantes ganas de salir a la calle en pelotas.

¡¡Feliz primavera!!

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