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ME DUELE LA PATITA

Actualizado: 14 jul


PEPE BIGOTES
PEPE BIGOTES

Desde hace meses me duele una patita: la derecha de adelante. Me culpo a mí mismo, pero la culpa no me cura. Entonces visito a un médico altamente recomendado; dicen que atendió a Dios y le sacó una inflamación tan grande que Él mismo no se la podía desinflamar.

El consultorio es antiguo, en uno de esos edificios del barrio que seguramente vieron pasar a Pugliese silbando un tango y les quedó esa tristeza descolorida pero antimufa. Cuando entro a la sala de espera, el aroma de un sanguche al tostarse me da la bienvenida: sí, la recepcionista, además de comandar el mostrador de bienvenida, atiende un horno eléctrico donde el pan da indicios de que pronto será incomible. Ni ella ni yo damos muestras de que el incipiente apocalipsis de masa madre sea una urgencia.

Entrego un dinero anticipado por la consulta y me siento a esperar en una silla, sobre el fantasma de una abuela. Pronto me llaman por mi apellido: “bigotes”, clama la voz del médico. Avanzo en tiempos irregulares.

Traigo estudios, avances de la tecnología que dibujan en papel negro el detalle de mis huesos dolientes: múltiples cortes que parecen panqueques arrestados por un crimen; será el de ser deliciosos. El médico los observa con fastidio. Me pregunta si hago deporte. Le digo que no, y me dice menos mal, porque tenés la rodilla hecha pelota, llena de líquido. Sugiere un montón de vagas posibilidades; dice que la ciencia médica no sabe, que sólo arriesga teorías, pero que no sabe.

Después me acuesta en una camilla y me aprieta la rodilla, prueba todas las formas que se le ocurren de hacérmela doler. Cada respingo que doy le confirma algo que no comparte. Al fin me receta cosas y me despide con una mano blanda pero suave.

Un auto al que me cuesta subir lleva mi cuerpo hasta mi casa, hasta la puerta nomás. Cuando llego descubro que una tropilla de la compañía de gas destruye la vereda. Buscan una fuga, me informan los vecinos, todos con cara de ojalá sea en tu casa. Y al principio parece que no, pero sí, es en mi casa. Los vecinos lo lamentan con alegría.

Así que me cortan el gas. Y yo que soy tan vieja escuela tengo todo a gas, hasta la internet. Hago señales de humo con un cigarrillo porque volví a fumar. No debería haber vuelto a fumar. Batman no fuma. Pero sale mucho de noche. Yo ya no salgo tanto. Desde que bajé el consumo de alcoholes la vida social no me convoca.

Suena el teléfono, una vecina me pregunta si tengo agua. Le digo que sí y ella me dice que ella no. Parece que los de la tropilla de la compañía de gas rompieron un caño. Yo tengo tanque, pero el tanque se vacía. Pienso intensamente en el sandwich de la recepcionista del médico altamente recomendado. Seguro estaría muy crocante. El queso derretido. Los bordes del jamón bien quemaditos. Quisiera ser ese sandwich; siempre sentí que me faltaba cocción.

Decido renguear hasta el café de la esquina, a pesar de que le ponen nombre raro a los cafés. Afuera de casa, un grupo de vecinos pelean con la tropilla de la compañía de gas. Los ignoro. El ritmo irregular de mi rengueo me hace inimputable. En la esquina pido un café con leche que me traducen a un lenguaje de especialidad. Acompaño la infusión con medialunas, dos. Riquísimas. Debería quedarme y estirar el tiempo, pero termino todo en cuestión de segundos.

Rengueo hasta casa, la pelea entre vecinos y tropilla continúa, se abren para darme paso. Subo la escalera de a un escalón por vez. A cada paso escucho la crocancia del sandwich, como si viviera en mi rodilla. Es una sensación agradable. Ya adentro de mi casa, me dejo caer en la cama deshecha. El sonido de la pelea entre vecinos y tropilla se vuelve un musical gracias a una señora que tiene ese cantar de la indignación que aprovecha el rango completo de la voz humana. El contrapunto de la tropilla es el silencio.

Quizás el gas y el agua no vuelvan nunca; viviremos a medialunas. No es un mal prospecto. Simplifica las cosas. El sandwich de la recepcionista se acuesta a mi lado, en la cama. Hace insinuaciones que no respondo. No es por hacerme el difícil, es que me duele la rodilla. El sandwich entiende y abandona sus esfuerzos. Igual compartimos un cigarrillo. La señora vecina canta, pero su canto ya pierde fuerza. El sandwich de la recepcionista se quedó dormido. Aprovecho y le rompo una puntita de pan: crocante. Exactamente como había anticipado.

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