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PEPE BIGOTES EN LA INMORTALIDAD DE LA PAPA FRITA

  • Foto del escritor: Pepe Bigotes, un conejo en Villa Crespo
    Pepe Bigotes, un conejo en Villa Crespo
  • 1 may
  • 4 Min. de lectura


Resulta que una tarde un conejo idéntico a mí -salvo que éste era ficticio- pide un lomito Picasso en una pizzería esquinera de esas que guardan intacta su identidad de los noventas, esas que los arqueólogos del futuro convertirán en museos donde los robots irán a ver cómo vivían los villacrespenses del pasado.

Cabe aclarar en este punto del relato que un lomito Picasso tiene de todo pero en un orden cubista: o al menos así llega a mi casa cuando lo pido por teléfono; será por eso que este conejo elige irlo a buscar, en cuyo caso tal vez el sandwich preserve sus jerarquías.

Cruzaba entonces el otro conejo -vamos a llamarlo Carlos Pestañas- el portal que lo devolvía de los noventas a los dos miles cuando un extraño en ropajes desairados interrumpióle para solicitar una asistencia en la forma de un billete sobrante, o algo por el estilo. Carlos Pestañas, votante de izquierda, viose conmovido por la tragedia del extraño y, al ser Carlos hipertenso e hipergrueso, optó por ofrecerle en vez de dinero las papas fritas que acompañaban su sandwich.

Sucedió entonces que el extraño trocó en un ser misterioso cubierto por un halo de publicidades del extinto Italpark, y revelose como Haida Zanon, descendiente directa de los inmigrantes italianos que en 1960 habían creado el parque de atracciones que operaba en la intersección de las avenidas Libertador y Callao, hasta que en 1990 un accidente fatal los había obligado a cerrar sus puertas. Desde entonces, Haida, imbuida por el espíritu del parque, vagaba por la ciudad ofreciendo bendiciones a quienes según ella las merecieran.

Carlos, muy atento a la decreciente temperatura de su sandwich, agradeció gentilmente la oferta, mas en su vida él sentía que no escaseaban las bendiciones, por lo que no precisaba en ese momento de ninguna; pero Haida Zanon quiso insistir y así lo hizo, hipnotizando al Sr. Pestañas con un truco aprendido del vampiro del segundo piso del Tren Fantasma, y el acto en cuestión dio por resultado que Carlos, como los cazafantasmas con el hombre de malvavisco, pidió para sí lo primero que pasó por su mente y que resultó ser la inmortalidad. Todo por unas papas fritas que ni siquiera estaban crocantes…

El sandwich al final estaba bueno; nada del otro mundo: cumplidor, con el detalle sobresaliente de que el pan era de pizza pero la lechuga, a causa del tiempo que había estado en contacto con la ardiente lonja de carne sobre la que reposaba, se había vuelto un tanto algosa, en el sentido de que parecía un alga, y Carlos Pestañas nunca fue un conejo de apreciar mucho el mar.

Así es que, satisfecho aunque no tanto, Carlos se tiró a dormir la siesta sin saber que por descuido dormiría unos mil años. Corría entonces el año tres mil veinticinco cuando Pestañas abrió los ojos para descubrir que le habían cortado el gas, no por falta de pago, sino porque en el futuro todo se calentaba con el pensamiento, hasta el agua de la ducha. Inadvertido de este avance de la ciencia, Carlos Pestañas se dio una ducha fría antes de salir a procurarse la cena. Luego caminó sin pensamientos las cuadras que lo separaban de la pizzería esquinera noventosa de su preferencia, convertida por los arqueólogos del futuro en en un museo para robots. 

Tan fiel era el trabajo de preservación que habían hecho los arqueólogos del mañana, que Pestañas ingresó al establecimiento sin notar cambio alguno, salvo por la clientela mecánica, pero Carlos no era de pensar mal de la juventud porque sabía que cada generación juzgaba siempre a la siguiente, entonces decidió ignorar lo que para él era una serie interminable de pésimas elecciones estéticas y por lo tanto políticas.

En el mostrador, Carlos encargó un lomito Picasso. Luego procedió a sentarse a una de las mesas a esperar. En la televisión pasaban noticias del pasado, que ya no eran más noticias, pero a la gente del futuro le gustaba eso: la nostalgia nunca pasa de moda. Al fin, le trajeron el sandwich. Carlos había olvidado pedirlo para llevar; una suerte, porque al comerlo in situ pudo comprobar que la lechuga estaba fresca y no le recordaba en absoluto a esas algas de porquería que se le pegaban al cuerpo cuando era chico y veraneaba en Necochea. Si bien la hipertensión ya no podría hacerle daño, Carlos dejó en el plato las papas fritas intactas. 

De esta forma inauguró un ritual que se repetiría sin pausa hasta el fin de los tiempos, evento que Carlos Pestañas acompañó con un vermut y un platito de aceitunas. Después no sé qué más le pasó; el fin de los tiempos es una barrera que ni yo logro atravesar, aunque sospecho que por el resto de la eternidad Pestañas no fue ni feliz ni miserable, pues no era esa su costumbre, y si una cosa caracterizaba a Carlos, además de su inmortalidad, era el más absoluto respeto por las tradiciones.

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