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Foto del escritorPepe Bigotes, un conejo en Villa Crespo

PEPE BIGOTES, LEPUS MAGNUM…


La gente me pregunta, ¿qué hace un conejo en el barrio? Y yo respondo: más que nada las compras. Compras de alimentos, porque si en algo soy un mago es en vaciar las alacenas. El otro día me comí una lata de choclo. No perdono ni a las conservas. Tengo un problema, lo sé. Pero no es mi culpa; es que soy un artista del picoteo.

Por eso cada vez que intento bajar de peso me llama mi agente de panza. “¿Qué hacés, vos sos loco?”, me dice. “Te vas a quedar sin laburo”, amenaza. “Nadie quiere a un conejo flaco”. Y a mí eso me da cierta desconfianza porque el que me quieran gordo me da estofado… y yo juré estar siempre del otro lado de la olla.

No entiendo nada de arte, literal; no te reconozco una pintura de una escultura, un Picasso de un Tenembaum. A veces creo que debería dedicarme a la política, que es el arte de la ternura, según decía mi bisabuelo Josef Stalin.

Pero me entrego al arte por mi deuda impagable con el barrio, que me recibió siendo yo un conejo infante exiliado de Palermo. Y las deudas morales se pagan con arte, como bien saben los artistas.

Adempero, si bien es cierto que sudo arte (y sudo mucho, saben los que me conocen) no tengo una gran capacidad de absorción de la cultura; cada vez me cuesta más cultivarme. Ya no leo ni aforismos, y el teatro hace rato se me ha vuelto una disciplina para ir acompañado de los más pequeños.

Al cine voy a las de súper héroes, y la música sólo suena en casa cuando el teléfono me alerta de un llamado o me indica que es la hora de empezar el día (acto seguido se liga un manotazo).

Gracias a Dios existen ustedes -saben quiénes son- que todo el tiempo empujan belleza y compromiso social a mis narices, para arrancarme de esta batata facilonga de bullicio insensato que es mi vida. Ustedes con sus festivales, y sus eventos al aire libre, y sus recitales, y sus lecturas, que pintan el barrio de cultura.

Porque al final descubro que lo que ya no soporto es el disfrute en solitario. Quizás sea un vicio de ser padre, pero necesito ver la alegría en el otro. En el cine me sentaría mirando para atrás, de espalda a la pantalla, para verles la cara a ustedes. A todes. Verles reír, verles llorar, verles comer más que nada; qué lindo es verles comer.

Siempre creí que de grande, de maduro, me iría para el lado de la poesía, de la ópera, pero más viejo me pongo y me vuelvo más simple, más ancho, más corvo. Creo que me estoy convirtiendo en una tortuga: triste destino para una liebre.

Ya no creo que logre ser un gran jugador en ninguna cancha, y sin embargo me he vuelto la mejor audiencia. Una sonrisa, una mirada; un cabeceo que sea tal vez saludo, o agradecimiento, o el inicio de una siesta furtiva…

Me vuelvo previsible y me cuido porque al final no me quiero perder la vuelta de los que festejan, cuando tal vez llegue el turno nuevamente de agitar los pañuelos de la victoria.

¡Salud!

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