No se puede discutir con la tradición, más que nada porque es un concepto abstracto y no suele dar respuestas concretas. Es como discutir con Yoda, el viejo o el bebé, da lo mismo.
La tradición cuanto más necia, más fuerte: su poder es la inmutabilidad. Por eso quizás resulta llamativo que una tradición se renueve por gracia de la juventud. La tradición se queda quieta y el mundo da una gran vuelta que la reposiciona a la vanguardia, y así la camiseta que era vieja ahora es vintage, y yo me ahorro de comprar una camiseta.
Recuerdo un bar tradicional del barrio que en su época solía tener lo que los japoneses llaman “pachinko”, un aparato similar a un pinball, sin las paletas que permiten el control de la pelotita que en este caso cae a través de una red de agujeros numerados. Es medio como un bingo; si la pelotita cae en determinados números uno gana, y si no… pasa lo otro.
El pachinko es el juego ideal para acompañar una borrachera ya que combina las dos caras del ocio etílico: por un lado, expresa el optimismo de que la vida es un juego que podemos ganar; por el otro, nos lleva al fatalismo de encontrarnos a merced de una pelotita en cuya superficie metálica nos vemos, prisioneros.
Pero más que nada el pachinko permite tener siempre una mano libre para el trago, porque se juega simplemente tirando del pistón que impulsa a la pelotita al campo de juego.
Una noche estaba yo en este bar deseoso de acompañar mi pachinko con un cocktail. Así que pedí al mozo de turno un Gin & Tonic. “Gin Tonic no hay”, me respondió el hombre con pesado acento ibérico.
Desde donde yo estaba podía ver una colección de botellas sobre el mostrador que incluía un Gin nacional Hiram Walker. En una de las mesas cercanas había un campeonato de dominó. Dato medio anecdótico, pero lo traigo a colación porque uno de los dominantes disfrutaba de un vaso de agua tónica servida de su botella de vidrio industrial de 250 cm3. La de antes, la tradicional.
O sea que los elementos estaban. Faltaba simplemente la intención de mezclarlos en torno a la figura de un cocktail que, a lo mejor, molestaba por el extranjerismo en la forma de pedirlo. Para cerciorarme repetí la comanda, esta vez solicitando los ingredientes sin un “&” que los uniera. Pedí un vaso de Gin y una botella de tónica. La respuesta fue un simple, “como no”.
Creí entonces que había triunfado sobre la tradición con mis dotes lingüísticos y/o mentales, pero poco duró la algarabía, ya que pronto vino la venganza del mozo al que muchos llamarían “el gallego” -ignorando la multiculturalidad prevalente en el país conocido como “España”- en la forma de:
Un vaso de Gin nacional Hiram Walker llenado al ras, una botella de agua tónica, una cubetera con hielo, muñida de la tradicional pincita deforme que seguro hacía trabajos de plomería en sus ratos libres.
Le pedí al mozo un segundo vaso en el que producir la alquimia del trago; recibí un “sí, señor” y luego el hombre se retiró, posiblemente de regreso a España, ya que no lo volví a ver nunca más.
Besito a besito fui haciendo lugar en el vaso para un sorbo de gaseosa primero y el lujo de un hielo después, braceando un océano de Gin nacional tibio… aquél trago dejó una marca imborrable en mi hígado, que hoy llora mientras escribo estas palabras.
En fin. Les dejo un tradicional feliz año nuevo, y espero que las fiestas hayan dejado en sus vasos el espacio suficiente para un hielo o una gaseosa, entre tanto espíritu salvaje.
Nada más…