Andan llegando a mi apartado de correo postal noticias de que nuestro querido barrio de Villa Crespo se está volviendo un núcleo foodie. Y adivinen qué produce en vuestro humilde cronista esta noticia:
a) sumo interés.
b) desafectación escatológica.
c) la furia de quien rechaza las categorías importadas que vienen a explicarnos algo que ya sabíamos desde siempre.
¿O acaso me van a decir que es un invento de ahora que en el barrio se come bien? Porque yo antes de ser foodie supe ser foodío, y más de un pastroncito con pepino ha rellenado este peluche de cálidos recuerdos amnióticos.
Entiendo que mucho de este revuelo tendrá que ver con aquello a lo que llaman “El Mercat” y con la pronta apertura del nuevo local del Chiri, que dicen que tiene cuatro pisos, tres de los cuales son estacionamiento.
Pero esto me trae recuerdos de todo aquel mal habido asunto del Palermo Queens. ¿Se recuerdan? Jauretche debe haber escrito mil frases al respecto, pero ahora no me viene ninguna a la cabeza. Algo con la palabra gringo, seguro.
* * *
OK, dicho todo eso, tengo que hacer una confesión: la verdad que en el barrio estoy comiendo mejor que nunca. Ya sé que mi chiste es ser un conejo conservador; les pido mil disculpas. Es que me vengo chupando las patitas.
Sin dar nombres (no tengo esponsoreos) quisiera mencionar algunos de los platos, o platillos, que han viajado por mi ser de punta a punta y me han dejado escalofríos, como aquel sushi vegano que compré irónicamente y que logró enamorarme a fuerza de su frescura y el hecho de que nunca quiso venderme el veganismo.
O ese fiambre de cuadril, cortado tan fino que creí ver mi niñez a trasluz, entre las fibras de la carne. O el sobrecito de escamas ahumadas que me vino con los buñuelos de pulpo de la comida japonesa callejera.
No sé cómo admitir que ya no soy el mismo. Le hago ojitos al pasado, pero cambié. También es que ahora tengo a la perrita que me mira comer, y disfruto tanto más cada bocado a través de sus ojos. Me mira con esa cara de “no puedo creer que te vas a comer eso”, y la respuesta siempre es sí.
Estoy pensando en cambiar mi estilo hacia la representación que se hace en el cine de Truman Capote, o al Hannibal de la película Hannibal, que es medio lo mismo; este último obviamente sería sin nada de la violencia, sólo el café y las masitas.
Capaz también empiece a invocar a Dios mucho, en relación a la comida. Tipo “Dios quiera que haya más de este arenque marinado”. Siempre con un tinte sarcástico; siempre ligeramente distante. Seguro voy a tener que cambiar el guardarropas. No compro ropa desde que los años empiezan con 19. Y tengo planes a futuro que requieren elegancia…
Más que nada pasearme por el barrio con sombrero de ala y lentes oscuros, y una mano dispuesta para el canapé. Comenzaré a acentuar mi nombre en la última sílaba, seré Pepé, como Teté.
Preguntaré la hora por no llevar encima aparatos tecnológicos que rastreo y vigilancia. Pagaré mis cuentas con una sonrisa y un guiño. Oleré los vinos antes de tomarlos. Tal vez incluso abandone la costumbre de inundarlos de soda; tal vez no.
Por lo pronto mantengo el paladar abierto e intento blipear mentalmente la palabra foodie. Un pequeño sacrificio en función de acomodar la nueva gastronomía en el viejo estómago. Haremos todo lo posible… Sí, señor.
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