“¿Qué mejor excusa para brindar que las elecciones lejanas de un país del norte?”, me dije el martes a la noche sin percibir que ya eran las veintiuna treinta y que en casa no había más de beber que esos culos violáceos de vino olvidados en botellas que no se pueden tirar porque albergan microuniversos de bacterias que tendrán sus propios sistemas políticos y tal vez elecciones cada cuatro años -o algún sistema autocrático equivalente- y que es mejor dejar en paz por no alterar el órden de las cosas que desconocemos.
Así es que más raudo que de costumbre -y eso que soy un conejo habitualmente raudo- troté hasta el supermercado oriental de la cuadra de casa mientras la persiana metálica descendía sobre mis esperanzas con un chirrido que expresaba el cansancio cósmico digno de un Cthulhu jubilado; igualmente el encargado me permitió ingresar para una compra de ultimátum -dos vinos, una soda- que la cajera juzgó severamente mientras intentaba cerrar la caja para irse al fin a su casa.
Cargada entonces la bolsa de municiones para una noche reflexiva -en mi mente ya había abierto el primer vino- mi cuerpo -un tanto excedido de tamaño este año, no os voy a mentir- franqueaba la pequeña puertita que permite la salida a las personas cuando la persiana metálica está baja, y habrá sido la culpa del relajo o, por el contrario, de la tensión, pero con la patita trasera -irónicamente la de la suerte- toqué fleje en un momento de distracción que convidó un desequilibrio generalizado a todo mi ser, disparado entonces hacia adelante como por un cañón circense.
A fuerza de intentar no caer, terminé por empeorar notoriamente la cosa, inyectando propulsión a la gravedad que tiraba de mí cuerpo hacia el planeta; así fue que una simple caída se convirtió en una explosión de botellas sobre la vereda que nos recibió indiferente al derrame de dos vinos bastante buenos para su rango de precio, y al dolor de un conejo excedido de peso y tal vez algo falto de ejercicio físico.
A mi rescate acudió el oriental encargado: ofreció una mano, quiso saber cómo estaba, Dije que bien pero no era del todo cierto; lo peor, señalé, los vinos rotos. El encargado trajo dos botellas de recambio aclarando que podía pagarlas al día siguiente, así que me fui rengueando a casa con la prueba superada, aunque tal vez con una costilla rota.
Ahora, algo sucede en los momentos rupturista de la vida, y es que una parte de nuestro ser queda trabada en el instante previo a la catástrofe; en mi caso aun siento el pataleo desesperado, las botellas aferradas, el destino que me obliga a repetir un desenlace que no termina por suceder en mi memoria: el momento del choque está borrado, y sin embargo la pelea previa -el pataleo- persiste con la furia de un atardecer postapocalíptico.
No llegué ni a abrir los vinos. Terminé la noche en la guardia, donde el recepcionista asumió que mi accidente era debido a la mamúa -me había dado un baño en vino al caer, por lo que olía más a Malbec que a conejo- a pesar de mi insistencia de que no había bebido ni una gota.
Como tardaban en atenderme, y el dolor de a poco daba paso a la vergüenza, no me quedé a esperar mi turno en el centro médico y decidí retirarme sin recibir curación alguna. A lo Rambo, apliqué gasas y desinfectante a las heridas del brazo y de la mano; esto tuvo por consecuencia que no cerraran del todo bien, como debe suceder en la naturaleza, donde no hay hospitales y todo es un supermercado para quien nace cazador.
Así que ahora cada vez que me siento y me levanto es un triunfo no indoloro. Dicen que el tiempo cura todas las heridas, pero cómo se tarda el loco, qué costumbre esa que tiene de pasar o a la velocidad de un caracol de vacaciones o con la furia de una chita que se mea y por algún motivo extraño sólo hace pis en su casa.
El veinte veinticuatro se nos va, a mí todavía me duelen las costillas. Pronto habrá otra vez que celebrar; seremos entonces los que brindan. Habrá resacas, pero también pasarán. Y todo ese tiempo mis patitas pataleando pelearán por preservar un equilibrio perdido.
Fin de año para todos y para todas, les desea un conejo que últimamente no trae tanta suerte.
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